miércoles, 23 de julio de 2025

ÁFRICA MUSULMANA

Con el ataque naval de los sarracenos Sicilia, que tuvo lugar en el año 49 de la Hégira (año del Señor de 670), después del desastre propiciado por el bizantino Mececio, se inauguró un nuevo y devastador período de guerras por todo elMare Nostrum entre las fuerzas del Imperio Bizantino y las del califato islámico, cuya capitalidad había sido trasladada a Damasco.

Allí, un poderoso Muaviyah ibn Abi Safyan (40-60 A.H./661-680), vencedor de la Primera Fitna árabe, de ascendencia siria y de la tribu de los omeyas, se había erigido en el primer califa omeya y había iniciado una segunda fase de expansión en todas direcciones, siendo sus principales objetivos el Asia Menor, la ciudad de Constantinopla y todo el norte de África, hasta sus confines más occidentales.

Como adalid de las nuevas conquistas árabes que habrían de producirse al oeste del emirato de Egipto, y que constituían los territorios de la nueva provincia musulmana de la Ifriqiya, las autoridades nombraron a Uqba ibn Nafi al-Hiri, un valeroso general islámico que ya había participado en su día, junto con su tío, Amr ibn al-As, en la conquista de Egipto.

A comienzos de la década de los años 50 (década de 670 para los cristianos), Uqba partió de Siria con 10.000 combatientes árabes y llegó hasta los áridos desiertos del oeste africano, tomando la ciudad costera de Sus. Dicen que fue él quien fundó, unas 100 millas al sur de Carthago, la ciudad de al-Qayrawan, una típica amsar árabe (“fortaleza”) ubicada al pie mismo del desierto, que se convirtió en la capital de la nueva provincia islámica y base de las futuras expediciones militares. Hizo construir una amplia muralla alrededor de la ciudad y, en su interior, levantó un lujoso palacio y una espaciosa mezquita con quinientas columnas de granito, pórfido rojo y mármol de Numidia.

En el año 55 de los árabes (675 de la era cristiana), Maslama ibn Mukhallad al-Ansari, emir de Egipto, destituyó a Uqba y, en su lugar, nombró a su esclavo Abu al-Muhajir Dinar. Maslama le aconsejó que tratara a Uqba con cortesía y deferencia, pero Al-Muhajir no le hizo caso y lo arrestó. Poco tiempo después tuvo que dejarlo en libertad, pues la presencia de Uqba fue requerida en Damasco por el califa.

Se cuenta que Al-Muhajir consiguió hacer algo que el propio Uqba no había sido capaz de hacer en sus años de mandatario de la Ifriqiya: atraerse hacia la causa musulmana a un caudillo bereber llamado Kusayla por los árabes, Aksel por los propios amazigh y Cecilio por los cristianos.


KUSAYLA

Kusayla era el caudillo de los Awraba, pueblo bereber que formaba parte del antiguo reino de Altava y era oriundo de la parte más occidental del Magreb (entre Volubilis y Taza). Los Awraba estaban integrados en una importante confederación de tribus Zenata que, desde siempre, habían luchado contra todo tipo de invasores. Habían tratado de fundar su propia nación, pero nunca lo habían conseguido, y Kusayla, el caudillo que más cerca estuvo de hacerlo, había sido durante muchos años aliado de los bizantinos. 

Al-Muhajir, buen guerrero y persona hábil en el arte de la diplomacia, llegó a convencer a Kusayla de lo beneficioso que sería para su pueblo el adoptar la religión islámica y convertirse en aliados del califato, porque, de esa manera, su pueblo podría expandirse hasta más allá de las fértiles tierras de la antigua Numidia romana y convertirse en dueños de la vieja Carthago, teniendo, además, acceso a suculentos botines de guerra. Para ello, los Awraba tendrían que luchar contra sus aliados bizantinos, así como contra otras tribus bereberes hermanas, por ejemplo, los Djerawa, que eran naturales de las montañas del Aurés. Kusayla accedió, cambió de bando apoyando a los musulmanes y entró en Carthago sin apenas resistencia, pues la ciudad había quedado perdida de la mano del Imperio y se hallaba prácticamente desguarnecida. 

A los turbulentos años del asesinato del emperador Constante II y la subsiguiente usurpación de Mececio, había seguido el recrudecimiento de la devastadora guerra entre los árabes de Muaviyah y los bizantinos de Constantino IV, una atroz guerra entre dos potentes ejércitos, armados hasta los dientes, que desembocó en el llamado Sitio de Constantinopla del año 54 AH (674) y que se prolongó por espacio de cuatro intensos años. Se dice que durante esta cruentísima guerra, los bizantinos comenzaron a utilizar el temible “fuego griego” y que, gracias a él, Constantinopla no cayó en manos árabes. En cualquier caso, el Imperio se centró, como no podía ser de otra manera, en defender su casa del incontenible empuje musulmán. Kusayla, pues, lo aprovechó.


UQBA IBN NAFI

Unos años más tarde, sin embargo, Al-Muhajir fue destituido. Ocurrió nada más alcanzar Yazid ibn Muaviyah (60-64 / 680-683) el trono del califato, y las autoridades volvieron a confiar el puesto a Uqba ibn Nafi.

Éste, sin demora alguna, tomó de Siria un experimentado cuerpo de ejército y marchó con él hasta al-Qayrawan, arrestando a Al-Muhajir nada más llegar. No lo ejecutó, pero lo encadenó y le obligó a acompañarle de esta guisa en sus posteriores campañas militares. Uqba no tenía intención de seguir dependiendo de las fuerzas externas de nadie y le declaró la guerra a todo pueblo bereber que pudiera existir entre la capital de su provincia y el Océano Atlántico.

Kusayla, que detentaba placenteramente un poder local y autónomo en la sufrida Carthago, se temió lo peor y se retiró todo lo deprisa que pudo hacia sus posiciones iniciales en el Magreb al-Aqsa, abandonando todo sueño de seguir siendo señor de Carthago. Y juró venganza eterna a Uqba y a los árabes.

Uqba ibn Nafi inició sus campañas militares hacia el norte y el oeste de África, aplastando a una confederación entera de tribus masmuda que habitaban la zona noroccidental del continente. Tomó Boujda y prosiguió su marcha por la costa. Llegó hasta Pomaria, la cuna de Kusayla y su gente y arrasó la ciudad con furia. No encontró la debida resistencia porque el caudillo bereber la había abandonado para reforzar sus fuerzas con otras tribus bereberes de la zona. Uqba prosiguió hacia el oeste, hacia Russadir (actual Melilla, España), y se internó en la antigua Mauretania Tingitana con el objetivo de conquistar todo el territorio hasta la misma Tingis, donde hubo de pelear denodadamente con algunas tribus masmuda locales que le impidieron el paso. Y como vio que aquella porción más occidental del territorio africano se le resistía, que él no contaba con unas huestes demasiado numerosas y que la distancia hasta su cuartel general en al-Qayrawan era ya, a estas alturas, descomunal, tomó la decisión de regresar.

En el año 63 AH (683 d.C.), mientras regresaba a al-Qayrawan, aproximadamente un año después de haber iniciado la expedición, en Tahuda, cerca de Biskra, Uqba y sus hombres fueron víctimas de una fatal emboscada que le tendió Kusayla y una extraña mezcolanza de combatientes visigodos, bereberes y bizantinos.

La muerte de Uqba significó el final de la segunda fase de las conquistas árabes por el norte de África. Y no solo concluyó, sino que también fracasó, porque Kusayla volvió a ocupar Carthago y se convirtió en su gobernador. Ahora, y desde prácticamente el año 60 AH (680 d.C.), eran los árabes los que se hallaban tremendamente ocupados a causa de la Segunda Fitna.


ZUHAIR IBN-KAYS

La Segunda Fitna, que enfrentó a los árabes del norte (caisitas) y a los del sur (yemenitas o kelbitas), mantuvo a las tribus árabes enfrascadas durante más de veinte años en sangrientas guerras, por lo que la expansión islámica quedó momentáneamente paralizada. Y no fue hasta bien entrado el reinado del califa omeya Abd al-Malik ibn Marwan (65-86 AH / 685-705 d.C.), cuando el califato decidió volver a extender sus dominios por el norte de África. Abd al-Malik nombró emir de Egipto a su hermano, Abd al-Aziz, en 66 AH (686 d.C.), y éste último colocó a Zuhair ibn-Kays al-Balawi al mando de las fuerzas que habrían de enfrentarse a los bizantinos.

Ibn-Kays desembarcó cerca de Carthago con un fuerte contingente de guerreros sirios, a los cuales se unieron nuevamente un elevado número de aliados autóctonos reclutados de la Cirenaica. Su objetivo no era otro que eliminar a Kusayla y, de paso, eliminar también todo vestigio bizantino que quedara en la ciudad y sus alrededores, puesto que éstos últimos habían vuelto a formar alianza con Kusayla. Durante algunos años, se produjeron numerosas batallas y escaramuzas entre árabes y bizantinos, sin que el triunfo se decantara por ninguno de los dos bandos.

Hacia finales de la década de los años 60 de la Hégira (década de los años 680 cristianos), Zuhair ibn-Kays logró en derrotar y dar muerte al caudillo bereber en Mamma, en una victoria que fue enormemente celebrada por los árabes. Tras ello, y desaparecido ya Kusayla, la guerra entre árabes y bizantinos se centró en Carthago, que había pasado, nuevamente, a manos de los árabes.

Las autoridades imperiales, aprovechando el hecho de que el ejército árabe se había centrado principalmente en derrotar a Kusayla y en recuperar al-QayrawanCarthago, enviaron a una potente flota a Barca, en la Cirenaica. Zuhair ibn-Kays se vio obligado a poner sus navíos en dirección a la misma para la provincia musulmana (que había pasado a denominarse Barqa, en referencia a la ciudad del mismo nombre). Allí, ibn-Kays fue aniquilado, junto con la guarnición musulmana, y el Imperio recuperó su vieja provincia. Y recuperó, también, y como no podía ser de otra manera, Carthago.


HASSAN IBN AL-NUMAN

Durante la década del 70 de la Hégira (690-700 d.C.) el norte de África, desde Barca hasta Carthago, ardió en llamas. El nuevo contragolpe bizantino encontró respuesta por parte de los árabes y el emir de Egipto nombró a otro general para recuperar las posiciones perdidas en África. Se llamaba Hassan ibn al-Nu’man al-Ghassani. Éste, consideraba que el verdadero problema no eran los indomables bereberes que desde el interior de las montañas del Atlas atacaban una y otra vez la Ifriqiya musulmana, sino los bizantinos, y todos sus esfuerzos se encaminaron a hacerlos salir de África. 

A comienzos de dicha década, Hassan, con enormes recursos económicos y con un impresionante ejército de más 40.000 combatientes, según las crónicas antiguas, navegó hasta Barqa y derrotó a los bizantinos; después, puso rumbo a Carthago y sitió la ciudad.

En Cartago, la flota bizantina que el Imperio había enviado mando de su almirante Juan el Patricio, prefirió esperar desde el mar a que le llegaran refuerzos, mientras en el interior de la ciudad los defensores cristianos resistían como podían las furiosas embestidas de los árabes. Finalmente, los musulmanes consiguieron entrar en el interior trepando los muros de la ciudad con largas escalas, y Carthago volvió a manos musulmanas.

En 77 AH (697 d.C.), en medio de un invierno hostil, la flota cristiana desembarcó por la noche y tomó Carthago, haciendo que los árabes huyeran a al-Qayrawan, pero les duró pocos meses, porque en la primavera del año siguiente (78 AH), Hassan reforzó a su ejército por tierra y por mar, y tras una nueva batalla cerca de Utica, volvieron a derrotar a los bizantinos, siendo ahora éstos últimos los que tuvieron que huir. Juan el Patricio y su almirante, el droungarios Apsimaro, pusieron rumbo a Creta, desde donde el tal Apsimaro se rebelaría contra el Imperio auto-proclamándose emperador (Tiberio III, 698-705).

Hassan, que había recuperado Carthago por segunda vez, sabía que la guerra no estaba ganada del todo. Lo que pudieran hacer los bizantinos a partir de ahora no le preocupaba mucho, ya que el golpe de Estado de Apsimaro los iba a tener muy entretenidos. Ahora, su problema volvían a ser los bereberes. Porque con la caída de Cecilio (Kusayla) a finales de la década de los años 60, la llama de la resistencia bereber, lejos de haberse apagado, no había hecho sino prender aún con más fuerza, ya que en las montañas del Awra había aparecido en escena otro caudillo, en esta ocasión de sexo femenino, y de nombre Dihya.


AL-KAHINA

Su presencia, a lo largo de toda la década precedente, se había hecho muy de notar, y había causado grandes problemas a los ejércitos Hassan luchando por su cuenta unas veces y, otras, aliándose con los bizantinos. Además, según cuentan algunas crónicas, estaba liderando una peligrosa rebelión judaica que había causado una muy honda preocupación, no solo a los árabes, sino también a los visigodos de Hispania. A esta guerrera llamada Dihya, los cronistas musulmanes, con posterioridad, la denominarían Al-Kahina (la Profetisa).

Dihya pertenecía a la tribu de los Djerawa, tribu bereber distinta de la de los Awraba. Los Djerawa eran naturales de las estribaciones más orientales de la cordillera del Atlas, concretamente del macizo del Aurés, en el Medio Magreb (o al-Maghrib al-Awsat), mientras que los Awraba eran oriundos de la zona de Pomaria (actual Tremecén), en el Magreb Occidental (al-Magrhib al Aqsa o Lejano Magreb).  

Era una mujer carismática y valerosa que, según decían, tenía los brazos y el alma de un varón. Algunos historiadores árabes dicen que, siendo joven, liberó a su pueblo de un tirano opresor al aceptar contraer matrimonio con él para después, en su primera noche de bodas, darle muerte en la cama. Dihya tenía tres hijos, uno de padre cristiano, otro de padre bereber y un tercero que no era hijo suyo, sino que era un muchacho árabe al que ella misma había capturado en una batalla y luego había adoptado como hijo. En el verano de 79 AH (698 d.C.), Dihya estaba ya liderando una confederación de tribus Zenata que se extendía por la Cirenaica, la Tripolitana y la Numidia, es decir, por toda el África bizantina, y estaba preparada para una guerra total.

Y tanto fue así, que con un poderoso contingente de guerreros, muchos de ellos montados sobre dromedarios, se presentó ante Hassan cerca del Wadi Miskiana y destrozó a sus tropas, haciendo que Hassan se replegara hacia la Cirenaica. Esta inesperada derrota de los árabes, hizo que los bizantinos recapturaran Carthago.

Pero Dihya sabía que había vencido a los árabes en una batalla, no en la guerra, y que éstos volverían tarde o temprano, por lo que previniendo el augurio, puso en marcha una calamitosa política de tierra quemada en la que, a lo largo del vasto territorio de sus dominios, numerosos cultivos y fortificaciones fueron quemadas para que no pudieran servir de sustento a los invasores islámicos. 

Ante este despropósito, muchas tribus bereberes locales le retiraron el apoyo y, puestos a elegir entre Dihya, los bizantinos o los musulmanes, prefirieron pagar sus tributos a éstos últimos, pues su carga impositiva era menor. Los árabes se sirvieron de muchas de estas tribus como base de reclutamiento para sus ejércitos.

Desde Damasco, el califa Abd al-Malik, furioso por lo larga y costosa que le estaba resultando la guerra en África, decidió poner fin a la misma y le facilitó a Hassan todos los medios económicos y militares que éste necesitaba. En 80 AH (699 d.C.), Hassan, muy bien pertrechado, marchó  de nuevo hacia Carthago, prácticamente abandonada por los bizantinos como consecuencia de la revuelta de Apsimaro. Esta vez, la vieja y sufrida ciudad cayó de manera definitiva en manos del califato y a Hassan solo le quedaba un problema por resolver, aunque era problema no pequeño: Dihya.

En torno al año 81 AH (700 d.C.), Hassan y sus combatientes se internaron en las montañas del Awra y, en una de sus estribaciones, se enfrentaron a un enorme ejército bereber formado por más de 12.000 combatientes, según las crónicas. Ahora, los bereberes fueron derrotados, Dihya murió y tanto sus hijos como su pueblo se convirtieron al Islam, pasando a engrosar las filas de un ejército cada vez más fuerte y numeroso. El norte de África era ya, salvo su parte más occidental, territorio musulmán. En cuanto a Carthago, y para evitar que a los bizantinos les quedaran razones para intentar recuperarla de nuevo, Hassan la destruyó y la redujo  a cenizas, dejando, eso sí, un pequeño asentamiento con un puerto en su periferia que se convertiría en base de futuras expediciones bélicas.

A partir de aquí, Carthago perdió toda su preponderancia como ciudad y se convirtió en un evocador conjunto de ruinas que perduraría durante muchos siglos como símbolo de las feroces guerras del siglo VII d.C. en el norte del continente africano. 

La gloria de Hassan, el general musulmán que conquistó definitivamente Carthago, pronto se vio, sin embargo, enturbiada por una serie de acusaciones de corrupción y de malversación de fondos que se vertieron sobre él. El gobernador de Egipto, Abd al-Aziz, le pidió todo tipo de explicaciones y, aunque Hassan quiso ganarse su indulgencia haciéndole entrega de sus más hermosos esclavos, finalmente fue apartado de su cargo con ignominia y reclamado desde Damasco por el califa Al- Walid ibn Abd al-Malik, que accedió al trono en el otoño del año 86 AH (705).

Ese mismo año, el gobernador de Egipto falleció -lo mismo que su hermano, el califa Abd al-Malik, que lo hizo unos meses antes. Pero antes de morir, y como el puesto de emir de la Ifrikiya había quedado vacante con la destitución de Hassan, había llamado a uno de sus libertos para ocuparlo. 

Su nombre era Musa ben Nusayr.


ÁFRICA BIZANTINA

Convertida Carthago en centro de la Cristiandad, y en sede episcopal a partir del siglo II de la era cristiana, el territorio fue conquistado en el año 439 d.C. por el rey vándalo Genserico, diez años después de que su pueblo abandonara, expulsados a la fuerza por los visigodos, la península Ibérica. Genserico convirtió a Carthago en la capital del Regnum Vandalorum et Alanorum, que se extendió por la Numidia, la Mauretania y el Africa Proconsularis romanas. Posteriormente, conquistaron las islas de Córcega, Cerdeña, Sicilia, Malta y las Baleares, y acabaron saqueando Roma en el año 455. El reino vándalo perduró setenta y ocho años, hasta que Gelimer, su último rey, fue derrotado por el general bizantino Belisario en el 533, momento en el cual Carthago pasó a formar parte del Imperio Romano de Oriente.

El emperador bizantino Flavio Mauricio (582-602) creó en 590 un Exarcado en África, al igual que hiciera en Rávena unos años antes, y estableció en Carthago su capitalidad. Al frente del Exarcado puso a un exarcos, cargo que combinaba la poderosa autoridad judicial de un praefectus praetorio con la militar de un magister militum. La extensión territorial del Exarcado de África abarcó el Africa Proconsularis, la Byzacena, la Mauretania Caesariensis, la Mauretania Tingitania -que incluía la Provincia Spaniae (conquistada a los visigodos en 552) y las islas Baleares-, la Numidia, la Tripolitania y la isla de Cerdeña. Alrededor del año 600, el magister militum para la provincia romana de Armenia, Heraclio el Viejo, fue nombrado exarca de África por el emperador Mauricio, convirtiéndose en el tercer mandatario del Exarcado. Poco tiempo después de su nombramiento, él mismo, junto con su hijo -también llamado Heraclio (Heraclio el Joven)-, su hermano Gregorio y su sobrino Nicetas, promovieron una rebelión contra el emperador Focas, que había arrebatado el trono a Mauricio en 602. La rebelión desembocó en una cruenta guerra civil que se prolongó durante dos años y facilitó, a su vez, que los persas ocuparan amplios territorios de la Anatolia y de Siria. Heraclio el Joven, con la ayuda de las fuerzas de Sicilia, Creta y Tesalónica, que le apoyaban, consiguió entrar en Constantinopla en el otoño de 610 y depuso a Focas. Focas fue ejecutado y Heraclio el Joven se proclamó emperador de Bizancio con el nombre de Flavio Heraclio Augusto (610-641), dando comienzo al gobierno de la Dinastía Heracliana, que se mantendría en el poder durante un siglo. Heraclio el Viejo aún vivía cuando su hijo fue coronado, pero murió poco después. Con un Heraclio Augusto sumido en una guerra total contra los persas de Cosroes II, el Exarcado de África gozó de un período de calma relativa, aunque hubo de enfrentarse a numerosas tribus amazigh, tales como los Sanhaja, Zenata, Masmuda o Awraba, entre otras. A estos pueblos amazigh, o bereberes, a los que los romanos les habían llamado mauras, se extendían por toda el África bizantina, desde el oasis de Siwah, en Egipto, hasta las costas del Océano Atlántico, y desde el mar Mediterráneo hasta el Sahel, al sur del desierto del Sahara. Vivían dedicados al cultivo de los cereales y a la cría del ganado ovino y bovino, y hablaban diferentes lenguas, aunque todas ellas estaban encuadradas dentro de la gran familia de las lenguas tamazight.
Heraclio Augusto mantuvo la guerra, durante la mayor parte de su reinado, contra el imperio sasánida de Cosroes II y de su hijo Kavad II, pero en la década de los años ‘30 de aquel siglo, otro imperio, el islámico, comenzó a cobrar protagonismo.


LOS MUSULMANES

El imperio islámico había surgido en las áridas tierras de la península arábiga muy poco tiempo después de producirse la muerte del Profeta Mahoma -hecho que acaeció el día 13 del mes de Rabí Al-Awwal del año 11 de la Hégira (8 de junio de 632 d.C.). Entonces, surgieron una serie de enfrentamientos dentro de la comunidad musulmana para dirimir quién se había de convertir en el nuevo líder del movimiento, y se nombró Khalifa (o representante del Profeta) a Abu Bakr, suegro del propio Mahoma. Abu Bakr había tenido que sofocar las rebeliones de varias tribus árabes nada más comenzar su reinado, que duró tan solo dos años, pero ya en este período se iniciaron una serie de guerras -las guerras de la Ridda o de la apostasía- que, si bien al principio tenían marcado carácter religioso de conversión de fieles, pronto se convirtieron en auténticas guerras de conquista gracias a las cuales el poder musulmán se extendió no solo por Arabia, sino también por las provincias bizantinas de Egipto, Siria e Irak. Así, en 639 (año 18 de la Hégira), en tiempos del califa ortodoxo Umar ibn Al-Jattab (634-644 d.C. / 13-23 A.H.), un coraichita y compañero del Profeta llamado Amr ibn al-As cruzó el Sinaí con 4.000 combatientes y tomó la ciudad bizantina de Pelusio (Farama, en árabe). Al año siguiente derrotó a los bizantinos en Heliópolis, un año después tomó la Fortaleza de Babilonia, al sur del Delta del Nilo y, unos meses después, Alejandría, esto último, ya en época del emperador Constante II. Y el rico Egipto, fuente inagotable de grano y mano de obra, pasó a formar parte del califato. Con estas victorias, los árabes lograron, no solo consolidar el poder en Egipto, sino también expandirse hacia el oeste, hacia las ciudades bizantinas de Cirene y Barca, que cayeron en 643. Muchas tribus bereberes de la zona fueron sometidas al Islam y obligadas a pagar importantes tributos al califa. Gran parte del éxito obtenido por los árabes en Egipto se debió, entre otras razones, al clima de desafección que se respiraba entre los propios cristianos a cuenta de una controversia religiosa: el Monofisismo, una doctrina, surgida en el siglo V, que se había propagado con fuerza por Siria, Armenia y, sobre todo, por Egipto. Según esta doctrina, solamente existía una naturaleza en Cristo, la divina, en contraposición a lo que defendía el Concilio de Calcedonia de 451, que postulaba dos naturalezas en Cristo, la humana y la divina. En un intento de reconciliar ambas posturas, cuando el Imperio se hallaba amenazado de muerte por el Islam, el emperador Heraclio Augusto, siguiendo los consejos del Patriarca Sergio de Constantinopla, publicó en 638 un edicto titulado Ecthesis que fue la auténtica profesión de fe de una nueva doctrina cristológica: el Monotelismo. En él se afirmaba que, si bien en Cristo existían dos naturalezas, tal y como defendía la ortodoxia católica, solamente había una sola voluntad (thelein). Los cuatro patriarcas de Oriente (los de Constantinopla, Antioquía, Alejandría y Jerusalén), además del papa Honorio I, lo aceptaron sin reservas, pero Máximo el Confesor, abad de un monasterio situado a las afueras de Carthago, que ejercía como asesor político del exarca y era el padre eclesiástico del exarcado, lo rechazó de plano. LOS EXARCAS Gregorio el Patricio, exarca de África por aquellos años y descendiente de Gregorio el Viejo, hermano de Heraclio el Viejo, haciéndose eco de las razones esgrimidas por Máximo en contra del Monotelismo y, también, como contestación al hecho de que los ejércitos imperiales se mostraban del todo ineficaces a la hora de frenar el peligroso avance de los sarracenos por el norte del continente, tomó la decisión de rebelarse contra el Imperio, y se autoproclamó emperador de África (año 646). La inestabilidad que supuso para los bizantinos este acto de sedición por parte de Gregorio, hizo que los árabes se animaran a intentar la toma de Carthago, y, durante la época del califa Uhtman Ibn Affan (644-656/23-35 A.H.), enviaron un fuerte ejército, auxiliados por una gran cantidad de tribus bereberes aliadas, para su conquista. Gregorio se enfrentó a ellos en Sufetula, la capital de su particular “imperio”, en el año 647, y fue derrotado. Unos dicen que murió en la batalla; otros que sobrevivió y marchó a Constantinopla. Lo cierto es que los árabes, tras su victoria, saquearon a placer la ciudad de Sufetula. La población bizantina que pudo hacerlo huyó y muchos se refugiaron en Carthago, que resistió el subsiguiente ataque musulmán. Uno de los generales que luchaba en nombre del emperador Constante II (641-668), asumió el mando del exarcado. Se llamaba Genadio. Éste, no fue nombrado oficialmente por el emperador para dicho puesto, sin embargo, consiguió negociar con los árabes y se comprometió a hacerles entrega de un tributo anual de 300.000 nomisnata (el sólido o moneda de oro bizantina). Los árabes, encantados con el trato, pusieron la mano, cobraron su dinero y regresaran a sus dominios en Egipto. Pero Genadio no fue trigo limpio, pues habiéndose ganado el favor de los árabes, perdió, sin embargo, el de sus propios súbditos. El motivo: duplicó los gravámenes sobre la población africana de su exarcado al tener, por un lado, que satisfacer y enviar a Constantinopla los impuestos recaudados en el exarcado (los que le correspondían por pertenecer al Imperio) y, por otro, al tener que pagar a los árabes en concepto del compromiso adquirido con ellos. EL EMPERADOR CONSTANTE II En torno al año 660, se produjo un hecho histórico que influyó enormemente en los avatares posteriores del Mare Nostrum central y, por consiguiente, de la historia de Carthago. El emperador bizantino Constante II, que, dentro de Constantinopla, se hallaba enfrascado en una serie de espinosos conflictos religiosos, asesinó a su hermano Teodosio por temor, tal vez, a que éste le disputara el trono del Imperio. La consiguiente impopularidad del emperador fue aumentando progresivamente y, ni corto ni perezoso, tomó la sorprendente decisión de trasladar la capitalidad del Imperio a Siracusa, en Sicilia. Allí se trasladó a comienzos de la misma década con su corte y sus comitivas armadas. Pero, nada más llegar, lanzó a sus tropas al asalto del ducado longobardo del Benevento. Lo hizo, tal vez, como han hecho siempre muchos gobernantes a lo largo de la historia, para que sus tropas se mantuvieran ocupadas y no pensaran en conspirar contra él, pero, también, aprovechando que el dux longobardo del Benevento, Grimaldo, se había rebelado contra Godepert, rex Longobardorum, para usurparle el trono. La península itálica, en aquellos momentos, pertenecía, a excepción de Rávena, el Ducado de Roma, la Calabria, Istria y la isla de Sicilia al reino longobardo, aunque en el pasado había sido toda ella posesión bizantina, y a pesar de que Constante II pudo recuperar algunos territorios del sur, el resultado final fue otro muy distinto del que se había propuesto en un principio. Porque el gasto que le ocasionó al Imperio semejante iniciativa fue de proporciones gigantescas. Como consecuencia de aquello, Constante II incrementó la presión fiscal sobre el otro exarcado del Imperio, el de África, cuya capital era Carthago. Genadio, el exarca, se negó en redondo a pagar dicho aumento de impuestos por considerarlo injusto y, sin pensárselo dos veces, expulsó de Carthago a Eleuterio, el general que Constante II había enviado para notificar la nueva política impositiva. Eleuterio, sin embargo, buen militar y de muy alto prestigio entre los soldados de África, con el apoyo de la guarnición cartaginesa, presionó y amenazó a Genadio, quien hubo de abandonar Carthago, de noche y a escondidas. El mismo Eleuterio ocupó temporalmente el puesto de exarca, pero como su sitio estaba en Sicilia, junto al emperador, poco tiempo después marchó a Siracusa y dejó como exarca de África al jefe de la guarnición de Cartago. Éste gobernó el exarcado con una relativa calma durante algún tiempo, aunque sus tropas estuvieron siempre atentas y preparadas para intervenir en caso de necesidad, pues el califato acechaba. Hacia el final de su reinado, Constante II, después de fracasar en su intento de tomar Nápoles a los longobardos, se dirigió a Roma, que formaba parte del Imperio, y la despojó de todos aquellos elementos ornamentales de metal que en su día habían servido para engalanar a la Ciudad Eterna. Incluso, se permitió el lujo de desmontar la techumbre del Panteón romano, que había pasado a convertirse en la iglesia de Santa María de los Mártires, y de arrancarle todas las tejas y azulejos de bronce para enviarlas a Constantinopla. Luego, regresó a Siracusa. Pero había causado tanto dolor a los habitantes de la Calabria y de la misma Sicilia al querer convertir a muchas personas en esclavas para luego venderlas y obtener dinero con el que sufragar los gastos de su inútil guerra, que, al poco tiempo, le llegó su merecido. Un día de septiembre del año 668, mientras tomaba un baño en su residencia privada de Siracusa, uno de sus sirvientes le asestó un fatal golpe en la cabeza con una banqueta, y murió. El armenio Mececio, patrikios y komes del Thema Opsikion, que había acompañado a Constante II durante los seis años de su permanencia en Sicilia, tan pronto como se confirmó la muerte del emperador, se alzó en armas y se proclamó nuevo emperador. Mececio, sin embargo, no contaba con el consentimiento de Constantinopla, y Flavio Constantino, el hijo mayor de Constante II, que era co-emperador desde el año 654 y había permanecido en Constantinopla administrando las provincias orientales, tras ser nombrado emperador con el nombre de Constantino IV (668-685) marchó a Italia. Se sirvió de la mayor parte de las tropas acantonadas en Italia y de los ejércitos de Istria, Campania, África y Cerdeña, con lo que la usurpación de Mececio duró tan solo unos meses. Su cabeza, y la de sus seguidores, fueron rápidamente enviadas a Constantinopla. Pero para la nación de los sarracenos estos hechos no pasaron nada desapercibidos. Desde Egipto, una poderosa flota musulmana invadió Sicilia y tomó Siracusa, haciendo acopio de un gran botín de guerra en el que se encontraban muchos de los objetos artísticos que Constante II había sacado de Roma. Luego, la flota regresó triunfalmente a Alejandría.

ÁFRICA ROMANA

Carthago había constituido en el pasado un gran Estado, del que había surgido una esplendorosa monarquía, que duró cinco siglos, para transformarse, después, en una larga y próspera república. Ésta, sin embargo, tras su derrota en la Tercera Guerra Púnica, fue desmantelada en el año 146 a.C. por la otra república rival del Mare Nostrum: Roma. 

Tras la conquista de Carthago, Roma creó su primera colonia africana, a la que denominó Africa, y puso bajo su mando, primero, a un praetor, y después, a un proconsul. El nuevo gobernador residía en Utica, ciudad próxima a Carthago, donde, tras ser destruida, se había levantado la prohibición expresa de construir nuevamente en ella, pues era una ciudad maldita. 

Para establecer los límites de la nueva provincia, se construyó la Fossa Regia, una larga zanja que unía las ciudades de Thabraka (actual Tabarca, Túnez), al norte, y Taparura (actual Sfax, Túnez), al sur. Al oeste de dicha fosa quedaron los reinos de Numidia y de Mauretania, ambos, reinos clientelares de Roma. 

En 46 a.C, el reino de Numidia fue conquistado por Roma y se convirtió en la provincia del Africa Nova, llamada así para distinguirla de aquella otra porción de territorio africano colonizado ya por Roma y que seguía denominándose Africa o, más bien, Africa Vetus

Cayo Octavio, también conocido como Cayo Julio Cesar Augusto o, simplemente, Augusto (emperador entre 27 a.C. y 14 d.C.), en el año 36 a.C. reunificó las dos provincias en una sola, y se constituyó el Africa Proconsularis. El reino de Mauretania sufrió una guerra civil y quedó escindido en dos reinos, pero Octavio, ya como emperador, logró también reunificarlo. Sin embargo, en lugar de convertirlo en otra provincia del Imperio, lo entregó a una dinastía númida aliada suya. 

La administración del Africa Proconsularis quedó, a partir de Octavio, en manos del Senado, que designó a un proconsul provinciae para dirigir sus asuntos administrativos y, sobre todo, para supervisar el envío del trigo africano a Roma. La parte más occidental de la provincia quedó bajo la autoridad de un legatus legionis, cargo que dependía del proconsul, pero que, en la práctica, era quien ejercía realmente el mando. Esta parte de la antigua Numidia permaneció siendo un territorio prácticamente autónomo. 

Con respecto al reino de la Mauretania, el emperador Claudio (41 d.C. - 54 d.C.) decidió anexionarlo para el Imperio en el año 42 d.C., y creó dos provincias en su territorio: la Mauretania Caesariensis, con capital en Caesarea, y, al oeste del río Muluya, la Mauretania Tingitana, con capital en Tingis (en ocasiones, también Volubilis). Cada una de ellas, y al tratarse de dos provincias de menor importancia que la del Africa Proconsularis, fueron asignadas a un procurator Augusti provinciae para su gobierno. 

Para defender las provincias africanas romanas de los pueblos nómadas del sur, Roma estableció un limes que se fue construyendo a lo largo del tiempo y bajo los reinados de diferentes emperadores. Era el Fossatum Africae que se extendió a lo largo de más de 750 km. El Fossatum no era una fortificación continua, como podía ser el muro de Adriano, en la Britannia, sino un conglomerado de vías, fosos y fortificaciones que se guarnecían con tropas y con soldados-campesinos. 

Durante el Imperio de Diocleciano (284 d.C. - 305 d.C.), Africa se remodeló tanto administrativa como militarmente. Así, el Africa Proconsularis se dividió en tres provincias: la Zeugitana (que era la Proconsularis propiamente dicha) y seguía siendo dirigida por un proconsul, aunque auxiliado por dos legati (uno en Carthago y otro en Hippo Regius); la Byzacena, ubicada más al este, con capital de Hadrumentum y regida por un praesses; y la Tripolitana, más al oriente, con capital en Leptis Magna y dirigida por otro praesses

La Numidia, por su parte, se dividió en dos: la Numidia Cirtense, al norte, con capital en Cirta, y la Numidia Militiana, más al sur y con capital en Lambaesis, ambas gobernadas también por sendos praessides

Después, bajo el mandato del emperador Constantino (306 d.C. - 337 d.C.), ambas Numidias fueron reunificadas, estableciéndose su capital en Cirta, que por aquella época había cambiado su nombre por el de Constantina

En esta época, se creó, también, una nueva Mauretania Tingitana, mucho más reducida que la anterior del mismo nombre y que pasó a formar parte de la Diocesis Hispaniae. Al este de la Mauretania Tingitana, la vieja Mauretania Ceasariensis se dividió, a su vez, en dos: una nueva Mauretania Caesariensis y, más hacia el oriente, una Mauretania Sitifensis. Las tres Mauretanias, igualmente, quedaron bajo el mando de sendos preassides

Todas estas provincias africanas quedaron integradas en la Diocesis Africanae que dirigía un vicarius, con categoría de clarissimus y con residencia en Carthago. La Diocesis Africanae dependía de la Prefectura pretoriense de Italia, Africa e Illiria, mientras que la Diocesis Hispaniae lo hacía de la Prefectura de las Galias.

domingo, 26 de marzo de 2023

VISIGODOS. CRONOLOGÍA.

AÑO 375 D.C.


Los hunnos, bajo el mandato de su rey Balamber, penetran en el territorio de los alanos, que se halla situado entre los ríos Volga y Don. Un grupo de superviviente alanos se integra con los hunnos, formando una especie de confederación de pueblos húnnicos, y otro huye hacia el oeste, hacia las tierras de los ostrogodos.

Diócesis de Tracia


Aunque no existe unanimidad entre los historiadores, a los hunnos se los suele emparentar con una rama de los xiongnu, antiguo pueblo de pastores guerreros y nómadas que vivían en las grandes estepas del Asia Central, en el territorio de la actual Mongolia. Dividido el pueblo xiongnu como consecuencia de sus enfrentamientos con los chinos tras el período de los Tres Reinos y, posteriormente, durante la dinastía Jin, los xiongnu del norte se desplazaron hacia el oeste y entraron en contacto con el Imperio sasánida, donde fueron llamados chionitas o, sencillamente, pueblos nómadas. Shapor II el Grande, emperador persa entre los años 309 y 379 de la Era cristiana, combatió contra ellos pero acabó firmando un pacto para atacar conjuntamente a los romanos. El historiador romano de origen griego Amiano Marcelino (330 d.C. - 400 d.C.) habla de los hunnos que luchaban junto a los persas durante el sitio de Amida, al este de la actual Turquía, en el año 360, señalando que perdieron al único hijo de Grumbates, al parecer, caudillo de los chionitas.

Estos chionitas o hunnos, asentados en las provincias más orientales del Imperio sasánida, volverían a dividirse en dos nuevas ramas, y una de ellas se dirigiría hacia el norte, hacia las estepas próximas al mar Caspio. Después, tras un período de fuertes sequías, proseguirían su desplazamiento más hacia el oeste hasta cruzar el Volga. En el territorio situado entre los ríos Volga y Don, el reino de los alanos, que estaba allí establecido, les plantó cara, pero los hunnos los destruyeron casi por completo.

Los alanos, por su parte, también llamados escitas por algunos historiadores de la antigüedad (Flavio Josefo, 37 d.C. - 101 d.C.), fueron un pueblo belicoso de origen iranio relacionado con los sármatas, a quienes Amiano Marcelino los describe como "altos y rubios, y con ojos terriblemente fieros". Sin embargo, sucumbieron ante los hunnos y tuvieron que huir de sus tierras. Siglos más tarde, acabarían estableciéndose en la península Ibérica.

Los alanos que pudieron huir, iniciaron una marcha hacia el oeste hasta toparse con otro pueblo, éste de raigambre germánica: los ostrogodos. Éstos, eran una rama de los antiguos godos que, ya a finales de la segunda centuria, y después de un largo periplo que habían iniciado desde una zona comprendida entre los ríos Oder y Vístula (actual Polonia), se habían asentado en las llanuras de Escitia, justo a orillas del Mar Negro, entre los ríos Don y Danubio.

La presión militar que sobre ellos ejercieron las tropas imperiales romanas a lo largo de los años, haría que el pueblo de los godos se dividiera en dos: los greutungos u ostrogodos, que se asentarían al este del río Dniester y que mantendrían una estructura de poder monárquica monopolizada por el clan de los Amalos, y los tervingiosvesos o visigodos que se establecerían entre el Dniester y el Danubio y cuya forma de gobierno estaría más abierta a una especie de caudillaje por parte de familias aristocráticas, entre las que destacaría la de los Baltos. Este último grupo, el de los visigodos, tendría una fuerte influencia cultural romana que les llevaría a adoptar el cristianismo, en su confesión arriana, a lo largo del siglo IV gracias a la labor evangelizadora del obispo godo Ulfila.

Los hunnos, tras atacar y destruir a los alanos, ahora hacían lo propio con los ostrogodos, que en la batalla perdieron a su rey Hermanarico. Gran parte de los ostrogodos terminaron aceptando la soberanía de los hunnos, como les ocurriera también a los alanos. Pero la presión militar de los hunnos afectaba igualmente a los visigodos, quienes sufrieron importantes pérdidas entre los miembros de su aristocracia, en un hecho que tendría consecuencias importantísimas para el destino final del Imperio romano.

De esta manera, numerosos elementos populares de ostrogodos que habían conseguido librarse de la presión húnica y, sobre todo, elementos del grupo de los godos vesios que veían amenazada su integridad y que estaban acaudillados por jefes militares como Alavivo o Fritigern, decidieron solicitar permiso al emperador oriental Valente (364 d.C. - 378 d.C.) para atravesar la frontera del río Danubio y asentarse en las tierras de Tracia, en el interior del Imperio.

En Milán, capital del Imperio romano en su parte occidental, Valentiniano I (364-375) sufre en el mes de noviembre un ataque de apoplejía. En su lecho de muerte, y aun habiendo nombrado augusto a su hijo Graciano (375 d.C. - 383 d.C.) unos años antes, manda a buscar a su otro hijo, llamado también Valentiniano, hijo de su segundo matrimonio, y lo hace proclamar también emperador (Valentiniano, 371 d.C. - 392 d.C.).

Valentiniano I, personaje rudo y casi analfabeto, pero buen cristiano y magnífico soldado, siempre había trabajado para salvaguardar las fronteras del Imperio y mantenerlas a salvo de las continuas incursiones bárbaras por el Danubio y las Galias. Justo en el momento de obtener él mismo el trono en el año 364 de manos del ejército, había nombrado augusto de la parte oriental del Imperio a su hermano Valente. Valente era feroz, arriano y tenía un aspecto físico casi esperpéntico, pero era leal a Valentiniano hasta la saciedad.

Ahora, fallecido ya Valentiniano I, tres augustos se reparten el Imperio: Valente, Graciano, que ahora es un adolescente, y Valentiniano II, un niño de cuatro años que, por razones de su corta edad, solo recibe, y de manera virtual, Italia, el Ilírico y la Libia.

Con el Imperio así organizado, en la parte occidental el poder decisorio lo detenta Graciano, aunque de una manera dependiente de otros importantes personajes de la corte imperial, como Ausonio, Teodosio, el obispo Ambrosio o el papa Dámaso

En Oriente, Valente se enfrenta al peligro de los hunnos, que se extienden peligrosamente hacia el oeste y, lo que es peor, fuerza a otros pueblos bárbaros a amontonarse en las fronteras del Imperio, creando una seria desestabilización. 

Por ello, cuando los godos solicitan su permiso para instalarse en su interior, Valente se lo concede.

sábado, 3 de abril de 2021

LA CREACIÓN DEL REINO DE ARAGÓN


Retrato idealizado de don Ramiro I de Aragón, del pintor Manuel Aguirre y Monsalbe (1822-1856)



DON RAMIRO


Ramiro, cuyas relaciones personales con su hermanastro don García (hijo primogénito de Sancho el Mayor y doña Munia, y rey de Nájera-Pamplona, del señorío de Álava y de gran parte del condado de Castilla con el nombre de García Sánchez III, 1035-1054) nunca habían sido buenas, regía los territorios del condado de Aragón aunque estaba sometido a la potestas regia de su hermano.


Para conseguir convertir en reino al antiguo condado de Aragón tenía, en primer lugar, que romper su vínculo de fidelidad con la rama legítima de su padre, la cual, a partir de 1054, estaba representaba por el hijo de don García, el rey Sancho IV Garcés, el de Peñalén (1054-1076).


Pero romperlo sin más le habría acarreado la pérdida del gobierno del condado, ya que, con muy poco esfuerzo y tiempo, los tenentes del reino lo habrían ocupado.


Ramiro necesitaba el reconocimiento papal y empezó a concebir la idea a acercarse al mismo.


POLÍTICA MATRIMONIAL


Su principal política consistió en aumentar sus dependencias territoriales, y a ello, sin duda, le ayudó su matrimonio con Gilberga de Foix, hija del conde Bernando Roger de Carcasona. Éste era conde de Couserans y de Carcasona, señor de Foix y, tras su matrimonio con Garsenda de Bigorre, conde también de Bigorre.


Gilberga, la hija de Bernardo Roger, que más tarde se cambiaría el nombre por el de Ermesinda, fue un buen partido para Ramiro, puesto que le aportó en dote un buen número de castillos y zonas enclavadas en diferentes lugares de los Pirineos.


Si el territorio original del condado de Aragón pudo haber tenido unos 600 kilómetros cuadrados, Sancho el Mayor lo había ampliado hasta unos 4.000 al añadirle la zona sur de la actual comarca oscense de la Jacetania, la zona norte de la actual comarca de las Cinco Villas (provincia de Zaragoza), la cuenca izquierda del río Gállego y una línea de fortificaciones creadas por las tenencias, desde Uncastillo y Luesia (por debajo del río Onsella, en las Cinco Villas) hasta Agüero y Nocito (en la actual comarca de la Hoya de Huesca) y Secorún (en el Alto Gállego).


Ramiro, por su parte, se adueñó de aquellas plazas que estando enclavadas dentro de su territorio no le pertenecían, como Loarre, Bailo, Ruesta y Sos.


SOBRARBE Y RIBAGORZA


A la muerte de su hermanastro, el conde Gonzalo I del Sobrarbe y Ribagorza (cuarto hijo de Sancho el Mayor), acaecida en en 1045, Ramiro usurpó sus derechos y se hizo con el control de Sobrarbe y Ribagorza. También negoció con su sobrino Sancho IV el de Peñalén (hijo de Gonzalo) el territorio de Sangüesa, con lo que sus dominios se extendieron considerablemente.


Por otra parte, acordó el matrimonio de su hija Sancha con Armengol III de Urgell y de la hija del propio conde urgelino con su hijo Sancho Ramírez, quedando establecida una sólida alianza entre el futuro reino de Aragón y el condado de Urgell, que ampliaba los territorios controlados por Aragón e impedía al conde Ramón Berenguer I el Viejo de Barcelona (1035-1076) el acceso a las tierras del Cinca.


Ramiro no ejerció como rey de Aragón, sino quasi pro rege, y en bailía de Dios y de sus santos.


Según la Crónica de San Juan de la Peña, don Ramiro murió cerca de la ciudadela musulmana de Barbastro en el año 1062, a la edad de 63 años, y fue enterrado en el Monasterio del mismo nombre después de haber "reinado" durante treinta y ocho años.


Otra fuente histórica, no obstante, las Corónicas Navarras, hacen datar el fallecimiento del rey don Romiro en Grados (Graus), en al año 1107.



SANCHO RAMÍREZ I


 Sancho Ramírez  de Aragón, hijo de don Ramiro I de Aragón y de Ermesinda de Foix 


En 1064, Sancho Ramírez I de Aragón y Pamplona logró conquistar, aunque de manera efímera, la ciudad musulmana de Barbastro, junto con el conde Armengol III de Urgell. La hazaña fue revestida con tintes de cruzada puesto que Barbastro era una ciudad importantísima por su ubicación estratégica.


En 1068 viajó a Roma para obtener el reconocimiento de la Santa Sede, la principal autoridad moral de la época, de su reducido reino pirenaico.


De hecho, fue en Aragón antes que en Castilla-León o Pamplona donde primero se introdujo el rito romano en sustitución del tradicional visigótico.


LOS TRES SANCHOS


Los tres hijos primogénitos de Ramiro, García y Fernando (a su vez, hijos de Sancho el Mayor) se llamaron Sancho, como su abuelo, y pasaron a la historia como los tres Sanchos.


Los tres primos, Sancho II Fernández de Castilla y León (también conocido como Sancho II el Fuerte de Castilla (1065-1072), Sancho IV Garcés de Pamplona, el de Peñalén, (1054-1076) y Sancho Ramírez I de Aragón (1063-1094), se enfrentaron entre ellos y, a partir de sus reinados, la hegemonía del reino de Pamplona vio su final, quedando ésta repartida entre Castilla y Aragón.


Así, Sancho el Fuerte de Castilla, ayudado por Sancho Ramírez de Aragón, marchó contra Sancho Garcés, con el objetivo de recuperar el territorio de la actual La Rioja.


Rodrigo Díaz de Vivar, que luchaba del lado del Sancho castellano, consiguió parte de dicho territorio y, a continuación, entró en la taifa de Saraqusta, sojuzgándola.


Los tres Sanchos concertaron un tratado de paz, pero tras la muerte del de Castilla (1072), su hermano y sucesor, don Alfonso VI el Bravo (rey de León desde 1065, y de Castilla a partir de 1072, hasta 1109), reanudó la guerra contra el Sancho pamplonés (en este punto, el monasterio de San Millán de la Cogolla, que siempre había estado en el punto de mira, pasó a formar parte de Castilla).


La contienda entre los primos finalizó en junio del año 1076, cuando se produjo el regicidio de Peñalén (término del actual municipio de Funes, Comunidad Foral de Navarra), en que, en un día de caza, los hermanos del rey Sancho IV Garcés de Pamplona arrojaron a éste por un precipicio.


Las consecuencias que, para el reino de Pamplona, tuvo este fratricidio y regicidio fueron desastrosas, ya que la rápida presencia de las tropas del rey castellano, don Alfonso VI el Bravo y del aragonés, don Sancho Ramírez I, hizo que los grupos nobiliarios del reino pamplonés se decantaran por uno u otro bando. Así, los linajes nobiliarios de Vizcaya y de Álava apoyaron a los castellanos, mientras que los pamploneses lo hicieron al reino de Aragón.


EL REINO DE ARAGÓN Y PAMPLONA


Las tierras del antiguo reino de Pamplona quedaron bajo la autoridad de Sancho Ramírez, el cual se tituló a sí mismo Sancius gratia Dei rex Aragonensium et Pampilunensium, convirtiéndose en rey de Pamplona con el nombre de Sancho V (1076-1094). El condado de Álava, los señoríos de Vizcaya y Guipúzcoa, los territorios riojanos y la zona de Calahorra, por su parte, quedaron bajo los dominios del rey castellanoleonés.



Como la principal causa de las desavenencias entre Sancho Ramírez de Aragón y su primo Sancho Garcés el de Peñalén era la política de presión que ambos monarcas ejercían sobre el reino de Saraqusta, al morir el de Peñalén y ser Sancho Ramírez reconocido como rey por los propios pamploneses, éste pudo ver libre su vía de actuación sobre la taifa de al-Muqtadir.


Posteriormente, en 1081, murió al-Muqtadir y su reino se dividió entre sus dos hijos, creándose así los reinos de Saraqusta y Larida, los cuales entraron, enseguida, en disputa entre sí.


La situación, favorable para Sancho Ramírez, todavía evolucionó más en su favor cuando en el año 1086 se produjo la invasión almorávide y su primo, Alfonso VI de León-Castilla, solicitó su colaboración.


El rey aragonés y su hijo Pedro, ante un cúmulo de circunstancias tan favorables, no dudaron en romper las líneas del frente e iniciar un decidido avance hacia las tierras de llanura regadas por el río Ebro, dando comienzo al proceso reconquistador en esta parte de la península.


Al este del Cinca cayeron, entre los años 1087 y 1093, Estada, Monzón, Zaidín y Almenar, cerca de Lérida, la cual estaba ya siendo asediada por el conde de Barcelona. Por el oeste, en un avance mucho más lento, se llegó hasta las proximidades de Barbastro. En Montearagón, cerca de Huesca, se estableció en 1088 una fuerte guarnición. Por la zona del Gállego los progresos fueron mayores y más rápidos, pero menos consistentes, llegando hasta las proximidades de Zaragoza en 1091.


Sancho Ramírez I, el primer rey de Aragón, murió en el año 1094 mientras ponía cerco a Huesca, pero su hijo Pedro I pudo conquistar la ciudad dos años después.