Convertida Carthago en centro de la Cristiandad, y en sede episcopal a partir del siglo II de la era cristiana, el territorio fue conquistado en el año 439 d.C. por el rey vándalo Genserico, diez años después de que su pueblo abandonara, expulsados a la fuerza por los visigodos, la península Ibérica. Genserico convirtió a Carthago en la capital del Regnum Vandalorum et Alanorum, que se extendió por la Numidia, la Mauretania y el Africa Proconsularis romanas. Posteriormente, conquistaron las islas de Córcega, Cerdeña, Sicilia, Malta y las Baleares, y acabaron saqueando Roma en el año 455. El reino vándalo perduró setenta y ocho años, hasta que Gelimer, su último rey, fue derrotado por el general bizantino Belisario en el 533, momento en el cual Carthago pasó a formar parte del Imperio Romano de Oriente.
Heraclio Augusto mantuvo la guerra, durante la mayor parte de su reinado, contra el imperio sasánida de Cosroes II y de su hijo Kavad II, pero en la década de los años ‘30 de aquel siglo, otro imperio, el islámico, comenzó a cobrar protagonismo.
LOS MUSULMANES
El imperio islámico había surgido en las áridas tierras de la península arábiga muy poco tiempo después de producirse la muerte del Profeta Mahoma -hecho que acaeció el día 13 del mes de Rabí Al-Awwal del año 11 de la Hégira (8 de junio de 632 d.C.). Entonces, surgieron una serie de enfrentamientos dentro de la comunidad musulmana para dirimir quién se había de convertir en el nuevo líder del movimiento, y se nombró Khalifa (o representante del Profeta) a Abu Bakr, suegro del propio Mahoma.
Abu Bakr había tenido que sofocar las rebeliones de varias tribus árabes nada más comenzar su reinado, que duró tan solo dos años, pero ya en este período se iniciaron una serie de guerras -las guerras de la Ridda o de la apostasía- que, si bien al principio tenían marcado carácter religioso de conversión de fieles, pronto se convirtieron en auténticas guerras de conquista gracias a las cuales el poder musulmán se extendió no solo por Arabia, sino también por las provincias bizantinas de Egipto, Siria e Irak.
Así, en 639 (año 18 de la Hégira), en tiempos del califa ortodoxo Umar ibn Al-Jattab (634-644 d.C. / 13-23 A.H.), un coraichita y compañero del Profeta llamado Amr ibn al-As cruzó el Sinaí con 4.000 combatientes y tomó la ciudad bizantina de Pelusio (Farama, en árabe). Al año siguiente derrotó a los bizantinos en Heliópolis, un año después tomó la Fortaleza de Babilonia, al sur del Delta del Nilo y, unos meses después, Alejandría, esto último, ya en época del emperador Constante II. Y el rico Egipto, fuente inagotable de grano y mano de obra, pasó a formar parte del califato.
Con estas victorias, los árabes lograron, no solo consolidar el poder en Egipto, sino también expandirse hacia el oeste, hacia las ciudades bizantinas de Cirene y Barca, que cayeron en 643. Muchas tribus bereberes de la zona fueron sometidas al Islam y obligadas a pagar importantes tributos al califa.
Gran parte del éxito obtenido por los árabes en Egipto se debió, entre otras razones, al clima de desafección que se respiraba entre los propios cristianos a cuenta de una controversia religiosa: el Monofisismo, una doctrina, surgida en el siglo V, que se había propagado con fuerza por Siria, Armenia y, sobre todo, por Egipto. Según esta doctrina, solamente existía una naturaleza en Cristo, la divina, en contraposición a lo que defendía el Concilio de Calcedonia de 451, que postulaba dos naturalezas en Cristo, la humana y la divina.
En un intento de reconciliar ambas posturas, cuando el Imperio se hallaba amenazado de muerte por el Islam, el emperador Heraclio Augusto, siguiendo los consejos del Patriarca Sergio de Constantinopla, publicó en 638 un edicto titulado Ecthesis que fue la auténtica profesión de fe de una nueva doctrina cristológica: el Monotelismo. En él se afirmaba que, si bien en Cristo existían dos naturalezas, tal y como defendía la ortodoxia católica, solamente había una sola voluntad (thelein).
Los cuatro patriarcas de Oriente (los de Constantinopla, Antioquía, Alejandría y Jerusalén), además del papa Honorio I, lo aceptaron sin reservas, pero Máximo el Confesor, abad de un monasterio situado a las afueras de Carthago, que ejercía como asesor político del exarca y era el padre eclesiástico del exarcado, lo rechazó de plano.
LOS EXARCAS
Gregorio el Patricio, exarca de África por aquellos años y descendiente de Gregorio el Viejo, hermano de Heraclio el Viejo, haciéndose eco de las razones esgrimidas por Máximo en contra del Monotelismo y, también, como contestación al hecho de que los ejércitos imperiales se mostraban del todo ineficaces a la hora de frenar el peligroso avance de los sarracenos por el norte del continente, tomó la decisión de rebelarse contra el Imperio, y se autoproclamó emperador de África (año 646).
La inestabilidad que supuso para los bizantinos este acto de sedición por parte de Gregorio, hizo que los árabes se animaran a intentar la toma de Carthago, y, durante la época del califa Uhtman Ibn Affan (644-656/23-35 A.H.), enviaron un fuerte ejército, auxiliados por una gran cantidad de tribus bereberes aliadas, para su conquista.
Gregorio se enfrentó a ellos en Sufetula, la capital de su particular “imperio”, en el año 647, y fue derrotado. Unos dicen que murió en la batalla; otros que sobrevivió y marchó a Constantinopla. Lo cierto es que los árabes, tras su victoria, saquearon a placer la ciudad de Sufetula. La población bizantina que pudo hacerlo huyó y muchos se refugiaron en Carthago, que resistió el subsiguiente ataque musulmán.
Uno de los generales que luchaba en nombre del emperador Constante II (641-668), asumió el mando del exarcado. Se llamaba Genadio. Éste, no fue nombrado oficialmente por el emperador para dicho puesto, sin embargo, consiguió negociar con los árabes y se comprometió a hacerles entrega de un tributo anual de 300.000 nomisnata (el sólido o moneda de oro bizantina). Los árabes, encantados con el trato, pusieron la mano, cobraron su dinero y regresaran a sus dominios en Egipto.
Pero Genadio no fue trigo limpio, pues habiéndose ganado el favor de los árabes, perdió, sin embargo, el de sus propios súbditos. El motivo: duplicó los gravámenes sobre la población africana de su exarcado al tener, por un lado, que satisfacer y enviar a Constantinopla los impuestos recaudados en el exarcado (los que le correspondían por pertenecer al Imperio) y, por otro, al tener que pagar a los árabes en concepto del compromiso adquirido con ellos.
EL EMPERADOR CONSTANTE II
En torno al año 660, se produjo un hecho histórico que influyó enormemente en los avatares posteriores del Mare Nostrum central y, por consiguiente, de la historia de Carthago. El emperador bizantino Constante II, que, dentro de Constantinopla, se hallaba enfrascado en una serie de espinosos conflictos religiosos, asesinó a su hermano Teodosio por temor, tal vez, a que éste le disputara el trono del Imperio. La consiguiente impopularidad del emperador fue aumentando progresivamente y, ni corto ni perezoso, tomó la sorprendente decisión de trasladar la capitalidad del Imperio a Siracusa, en Sicilia. Allí se trasladó a comienzos de la misma década con su corte y sus comitivas armadas. Pero, nada más llegar, lanzó a sus tropas al asalto del ducado longobardo del Benevento.
Lo hizo, tal vez, como han hecho siempre muchos gobernantes a lo largo de la historia, para que sus tropas se mantuvieran ocupadas y no pensaran en conspirar contra él, pero, también, aprovechando que el dux longobardo del Benevento, Grimaldo, se había rebelado contra Godepert, rex Longobardorum, para usurparle el trono. La península itálica, en aquellos momentos, pertenecía, a excepción de Rávena, el Ducado de Roma, la Calabria, Istria y la isla de Sicilia al reino longobardo, aunque en el pasado había sido toda ella posesión bizantina, y a pesar de que Constante II pudo recuperar algunos territorios del sur, el resultado final fue otro muy distinto del que se había propuesto en un principio. Porque el gasto que le ocasionó al Imperio semejante iniciativa fue de proporciones gigantescas.
Como consecuencia de aquello, Constante II incrementó la presión fiscal sobre el otro exarcado del Imperio, el de África, cuya capital era Carthago. Genadio, el exarca, se negó en redondo a pagar dicho aumento de impuestos por considerarlo injusto y, sin pensárselo dos veces, expulsó de Carthago a Eleuterio, el general que Constante II había enviado para notificar la nueva política impositiva. Eleuterio, sin embargo, buen militar y de muy alto prestigio entre los soldados de África, con el apoyo de la guarnición cartaginesa, presionó y amenazó a Genadio, quien hubo de abandonar Carthago, de noche y a escondidas.
El mismo Eleuterio ocupó temporalmente el puesto de exarca, pero como su sitio estaba en Sicilia, junto al emperador, poco tiempo después marchó a Siracusa y dejó como exarca de África al jefe de la guarnición de Cartago. Éste gobernó el exarcado con una relativa calma durante algún tiempo, aunque sus tropas estuvieron siempre atentas y preparadas para intervenir en caso de necesidad, pues el califato acechaba.
Hacia el final de su reinado, Constante II, después de fracasar en su intento de tomar Nápoles a los longobardos, se dirigió a Roma, que formaba parte del Imperio, y la despojó de todos aquellos elementos ornamentales de metal que en su día habían servido para engalanar a la Ciudad Eterna. Incluso, se permitió el lujo de desmontar la techumbre del Panteón romano, que había pasado a convertirse en la iglesia de Santa María de los Mártires, y de arrancarle todas las tejas y azulejos de bronce para enviarlas a Constantinopla. Luego, regresó a Siracusa. Pero había causado tanto dolor a los habitantes de la Calabria y de la misma Sicilia al querer convertir a muchas personas en esclavas para luego venderlas y obtener dinero con el que sufragar los gastos de su inútil guerra, que, al poco tiempo, le llegó su merecido. Un día de septiembre del año 668, mientras tomaba un baño en su residencia privada de Siracusa, uno de sus sirvientes le asestó un fatal golpe en la cabeza con una banqueta, y murió.
El armenio Mececio, patrikios y komes del Thema Opsikion, que había acompañado a Constante II durante los seis años de su permanencia en Sicilia, tan pronto como se confirmó la muerte del emperador, se alzó en armas y se proclamó nuevo emperador. Mececio, sin embargo, no contaba con el consentimiento de Constantinopla, y Flavio Constantino, el hijo mayor de Constante II, que era co-emperador desde el año 654 y había permanecido en Constantinopla administrando las provincias orientales, tras ser nombrado emperador con el nombre de Constantino IV (668-685) marchó a Italia. Se sirvió de la mayor parte de las tropas acantonadas en Italia y de los ejércitos de Istria, Campania, África y Cerdeña, con lo que la usurpación de Mececio duró tan solo unos meses. Su cabeza, y la de sus seguidores, fueron rápidamente enviadas a Constantinopla.
Pero para la nación de los sarracenos estos hechos no pasaron nada desapercibidos. Desde Egipto, una poderosa flota musulmana invadió Sicilia y tomó Siracusa, haciendo acopio de un gran botín de guerra en el que se encontraban muchos de los objetos artísticos que Constante II había sacado de Roma. Luego, la flota regresó triunfalmente a Alejandría.
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