martes, 16 de marzo de 2021

EGICA REX: EL DESAFÍO

En el mes de mayo de 688, se inauguró el Concilio XV de Toletum en la iglesia pretoriense de los Santos Apóstoles. Se celebró por expreso deseo del monarca, Egica, que había alcanzado el trono el día 24 de noviembre del año anterior, y a él asistieron 61 obispos, 5 vicarios, 8 abades y 7 miembros del Oficium Palatinum. En el tomus regio, que era la alocución inicial que el rey realizaba ante los asistentes al Concilio y en el que trazaba los asuntos principales que se debían discutir, Egica introdujo algo que a él le preocupaba especialmente: la carta de compromiso que Ervigio le había hecho firmar para proteger a su familia, a la sazón, la misma que la de su esposa Cixilo.


El rey, ante tan ilustre audiencia, explicó que al suceder en el trono a su suegro Ervigio se hallaba comprometido por dos juramentos que él consideraba contradictorios: el primero, procurar protección a la familia del anterior rey; el segundo, administrar justicia en el reino. Y lo eran, según él, porque las injusticias que Ervigio había ocasionado al pueblo a lo largo de su reinado, no podían ser reparadas sin perjudicar a los familiares del mismo. Dicho de otra manera: aquellas propiedades que Ervigio, injustamente, había confiscado y entregado a los miembros de su propia casta nobiliaria, no podrían ser recuperadas por sus antiguos dueños sin serles arrebatadas a los familiares del mismo Ervigio, los cuales ahora disfrutaban de ellas. 


La cuestión era la siguiente: a los culpables por la sedición del dux Paulo del año 673, se les confiscaron unos bienes. Estos bienes, que pasaron a formar parte de la Corona, fueron entregados a quienes el rey (Wamba) consideró oportuno. Luego llegó Ervigio y lo deshizo todo, devolviendo los bienes incautados por su predecesor a sus antiguos dueños. Ahora, Egica, en 688, decía que Ervigio había cometido injusticias, y que era imposible repararlas si perjudicar a su propia familia, insinuando que a los que Ervigio les entregó los bienes de los sediciosos (que habían sido incautados por Wamba) fue, en realidad, a sus propios familiares. ¿Tuvieron algo que ver en aquella sublevación?...


Por todo ello, Egica pidió a los obispos que le absolvieran, al menos, de uno de los dos juramentos, que era una forma de pedirles la bendición para desbaratar lo que Ervigio, en su día, había también desbaratado.


Los obispos se emplearon a fondo y tomaron el camino del medio: no le quitaron la razón a Egica, pero tampoco se la dieron. Porque resolvieron que, si bien el defender la justicia del pueblo era más importante que defender a una sola familia, el rey no tenía por qué dejar de proteger a la familia del anterior monarca ya que, si algún miembro de aquella familia cometiera o hubiese cometido un delito, la justicia le sería aplicada en toda regla y el canon conciliar no le eximiría de ninguna culpa. 


Pero Egica no se resignó, y comenzó a trabajar.


Lo primero que hizo fue elevar a la dignidad de dux al conde Vitulo, que ya desde la época de Ervigio había ostentado el cargo de Comes Patrimonii. Sin embargo, ahora, con el título honorífico de dux, Egica lo convertía en su mano derecha. Y se encerró con él en su scrinae del Palatium regio y se pusieron a revisar todas las actas y disposiciones relativas a confiscaciones y amnistías de deudas que se habían realizado durante los años previos. El resultado fue que muchas de aquellas confiscaciones fueron revocadas y devueltas al patrimonio de la Corona para, a continuación, ser otorgadas a ciertos miembros del linaje aristocrático de Egica; y muchas exenciones fiscales fueron declaradas también nulas, por lo que quienes se habían beneficiado de ellas, ahora estaban nuevamente obligados a pagar todo lo que debían.


La familia del anterior soberano, principalmente su viuda, la reina Liuvigoto, y sus hijos, fueron los grandes perjudicados. Y tanto celo mostró la reina viuda en protestar ante las altas instancias aristocráticas del reino, que Egica resolvió utilizar al propio clero para que éste dispusiera las ordenanzas adecuadas con que acallarla. 


La ocasión se le presentó en el mes de marzo de 690, cuando falleció el ilustre obispo Julián, defensor a ultranza de la casta ervigiana. Entonces, Egica convocó otro Concilio, éste de carácter provincial, que se inauguró en Caesaraugusta a principios de noviembre de 691. En él, además de tratarse asuntos puramente eclesiásticos, se decretó, por expreso deseo del rey que, a la muerte de sus esposos, las reinas viudas habrían de recibir con alegría el hábito de la religión y tendrían que entrar en un monasterio de vírgenes hasta el final de sus días para que, “separadas del mundo, no pudiera ocurrir que la que antes había sido señora, viniera después a ser súbdita”. 


Este decreto conciliar, de enorme importancia, pues se refería tanto a la reina viuda Liuvigoto como a su propia esposa Cixilo -si ésta le sobrevivía-, revocaba otro decreto que se había establecido años atrás en el Concilio XIII de Toledo, bajo el mandato del rey Ervigio, según el cual ni la esposa del rey, ni tampoco ninguna de sus hijas o nueras, podrían ser obligadas por nadie a vestir el hábito religioso.


El descontento del clan ervigiano fue enorme, ya que una medida de esa naturaleza, lejos de poner a salvo a la reina viuda frente a posibles abusos por parte de otros individuos que quisieran aprovecharse de su condición de viuda (y que era la razón que argüían los prelados), lo que realmente pretendía era apartar a Liuvigoto de la escena política, siendo, como era, un miembro clave de la facción ervigiana. Además, Liuvigoto disponía de una impresionante fortuna, conformada no solo por la herencia recibida en su día tras la muerte de sus progenitores, sino también por la fuerte dote que obtuvo de los mismos cuando contrajo matrimonio con el noble Ervigio y, sobre todo, por la enorme cantidad de dinero y bienes inmuebles que le cayeron a la muerte de su esposo.


Sin duda, todos estos movimientos estratégicos de Egica y de su consejo privado de palatinos en contra de la casta aristocrática rival sirvió para que pudiera afianzar notablemente su poder, pero, poco tiempo después, una trascendental decisión que tomó, estuvo a punto de echar la traste no solo su gobierno, sino también su vida.

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