martes, 29 de marzo de 2011

LA FORMACIÓN DE LOS REINOS GERMÁNICOS.-



BARBARII


Desde siempre, y de manera despectiva, griegos y romanos habían llamado bárbaros a aquellos pueblos que, estando fuera o dentro de sus fronteras, no compartían sus mismos hábitos culturales y no se integraban políticamente dentro del Estado. Para el Imperio romano, siempre habían constituido un serio peligro, y fueron muchas las ocasiones en las que los barbarii realizaron acometidas violentas hacia interior de las fronteras del Imperio. Y de todos aquellos pueblos, los germanos eran los que más peligro entrañaban. 


Provenían de la gran llanura que se ubica entre los ríos Rhin, Danubio y Vístula y se dedicaban a la agricultura y a la caza. Estaban divididos en tribus o clanes y eran dirigidos por jefes e, incluso, por reyes asistidos por un consejo de notables. Con regularidad, los germanos efectuaban movimientos de migración al interior de las tierras imperiales y los oficiales romanos se encargaban de pararles los pies.


En la época del emperador Marco Aurelio (161-180 d.C.), quados, marcomanos, sarmatas, hermunduros, y otros se enfrentaron a las tropas romanas de manera encarnizada. Después, a mediados del siglo III, francos y alamanes rompieron el limes e invadieron Galia e Hispania. En estas mismas fechas, los godos hacían lo propio por los Balcanes. También, desde el norte de Europa, grupos de germanos realizaban constantes asaltos marítimos a las costas de las actuales Gales, Bretaña y el norte de España.


La fuerte crisis que padeció el Imperio a partir de mediados del siglo III culminó con la desaparición de su parte occidental (finales del siglo V d.C.). Fue una crisis económica e institucional, y el emperador Diocleciano (284-30 d.C.) trató de hacerle a través de numerosas reformas, entre las que destaca la creación de una nueva organización en la cúspide del Imperio (la Tetrarquía) formada por dos Augustos y dos Césares). Otra importante medida fue nutrir al ejército romano con contingentes de los elementos bárbaros. Sin embargo, y a pesar de estas reformas, las fronteras del Imperio, principalmente las de los ríos Rhin y Danubio, se fueron debilitando con el paso de los años, y en 378 d.C., bajo el mandato del emperador Valente (364-378 d.C.) se produjo la terrible Batalla de Adrianópolis en la que el ejército romano sucumbió ante los visigodos de Frigitern.


Pero en la definitiva invasión sufrida por el Imperio de manos de los pueblos bárbaros, la decisión que en el año 382 d.C. tomó Teodosio (378-395) de firmar con los visigodos un foedus (pacto) por el cual éstos se convertían en foederati del Imperio y se establecían en Mesia, tuvo una importancia crucial. Después, los hijos y herederos de Teodosio, Honorio (395-423, emperador de Occidente) y Arcadio (395-408, emperador de Oriente), corroboraron la política de adopción de los visigodos con la promulgación de una ley de hospitalitas que sirvió de modelo para la hospitalidad bárbara en tierras romanas. Este régimen de hospitalidad generalizó la práctica de otorgar tierras a cambio de unas prestaciones militares, siendo que los principales beneficiados fueron los jefes u optimates visigodos, quedando el resto de sus guerreros sometidos a ellos con unas relaciones de dependencia muy similares a las que se estaban empleando ya en Roma. Tal fue el nivel de asimilación del elemento bárbaro por parte del Imperio que, tanto en Occidente como en Oriente, las autoridades romanas utilizaban a los propios bárbaros para defenderse de la intrusión de otros grupos de bárbaros que intentaran cruzar las fronteras. 


Constantinopla, sin embargo, supo jugar mejor la baza que Roma y logró desviar hacia Occidente las sucesivas invasiones de grupos y tribus bárbaras, así como los repetidos intentos de asalto de las mismas. En el año 401, el rey visigodo Alarico (395-410), que había sido nombrado por Roma magister militum per Illyricum, se lanzó al saqueo de la península balcánica pero, bruscamente, cambió de planes y se dirigió a Occidente.


FECHAS CLAVE


Dos fechas marcan un hito en la invasión de los bárbaros y en la posterior descomposición del Imperio romano de Occidente. La primera es la Navidad de 406. Ese día, numerosos grupos de suevos, alanos y vándalos cruzaron, por primera vez, el limes a su paso por el helado cauce del Rhin, y tres años más tarde invadirían la península Ibérica, sometiéndola a un terrorífico saqueo.


La segunda es el día 4 de septiembre del año 476, cuando el jefe del ejército de los hérulos, Odoacro, depone al último emperador romano de Occidente, Rómulo Augústulo (475-476).


Pero, además de estas dos emblemáticas fechas, hubo otras que marcaron también importantes acontecimientos y que demuestran por sí solas que el camino hacia el desmoronamiento del Imperio en su parte occidental era inevitable. Además, los visigodos fueron, en todos los casos, los principales protagonistas.


Así, en agosto del año del Señor de 410, los visigodos de Alarico, tras un largo deambular por los Balcanes y por el valle del río Po, cayeron sobre la ciudad de Roma y la saquearon, en un pavoroso hecho que no había ocurrido desde la invasión gala del siglo IV a. C. El miedo, la angustia y, sobre todo, la incertidumbre recorrieron todos los rincones del Imperio.


En 418, el nuevo jefe de los visigodos, Walia (415-419), obtuvo de las autoridades romanas un foedus por el cual se comprometía a luchar contra los vándalos y los alanos que se habían asentado en la provincia de Hispania a cambio de suministros, armas y la promesa de obtener tierras en las que asentarse, cosa que finalmente hicieron en el sur de la Galia. Los vándalos de Hispania, ante la dura presión a la que fueron sometidos, optaron por pasar al norte de África, que era el granero de Roma, y allí se instalaron, no sin antes llevar a cabo una brutal campaña de depredación. Los alanos, por su parte, desaparecieron como pueblo.


Con los visigodos establecidos ya en el sur, en la antigua provincia romana de Aquitania Secunda, se completaba el mapa étnico de la Galia: al norte de la misma, cerca del Rhin y de la costa atlántica, se habían asentado los francos. El noreste, cerca de la actual Saboya, era territorio de los burgundios. Los bretones, pueblo procedente de la isla de Britannia, participaron también en el reparto de la Galia y se ubicaron en el noroeste, en una península que sobresalía al Atlántico y a la que bautizaron con su propio nombre.


Hacia mediados de siglo, Constantinopla, fiel a su política de transferir los peligros de los pueblos bárbaros al Imperio de Occidente, consiguió que unas terribles hordas de hunos y otros componentes no menos amistosos, al mando del caudillo Athila (434-453), tomaran la dirección adecuada, es decir, el oeste. Y en junio de 451, se enfrentaron en los Campos Catalaúnicos (cerca de la actual Troyes, Francia) al grueso de un ejército romano, a cuyo mando estaba el general Flavio Aecio (433-454), y al que auxiliaban visigodos, francos y burgundios. La batalla fue una de las más duras y encarnizadas de todos los tiempos y Athila fue derrotado, aunque no muerto -al año siguiente, caería sobre Roma. Los visigodos, por su parte, se erigieron en los héroes de la batalla y del momento.


No en vano, el reino visigodo, cuya capital se hallaba en la ciudad de Tolosa (Toulouse) y se extendía ya por todo el sur de la actual Francia, desde el valle del Ródano, hasta la costa del Atlántico, al sur del río Loira, y los Pirineos, hasta tal punto se había convertido en el mayor poder político de todo el Occidente que, en el año 475, su rey Eurico (466-484), se declaró independiente de Roma. Los vándalos del norte de África, por su parte, con una potente marina, siguieron hostigando a Roma, que dejó de ser la residencia de los emperadores en favor de otras ciudades como Rávena o Milán.


Hacia el año 500, el Imperio romano de Occidente había desaparecido como unidad política. En 507, los francos del rey Clodoveo I (481-511) se batieron contra los visigodos de Alarico II (484-507) en la terrible Batalla de Vouillé, cerca de Poitiers. Allí, los visigodos sufrieron una espantosa derrota que supuso su expulsión de la Galia y su establecimiento definitivo en Hispania. Los francos se hicieron con el control de toda la antigua Aquitania.


En la península itálica, los ostrogodos de Teodorico el Grande (494-526) se habían hecho con el poder hacia finales del siglo anterior, pero su arrianismo fue un serio obstáculo para granjearse el aprecio de la población. A la muerte de Teodorico (526), los bizantinos, invadieron el reino. Tras una guerra que duró veintiséis años y a la que los cronistas de la época llamaron Guerra Gótica, el general bizantino Narsés se hizo con el control (552) despojando a los ostrogodos de Italia.


Unos años después, otro pueblo germánico, el lombardo, cruzó los Alpes y, enfrentándose a la autoridad imperial y a la propia población autóctona, comenzó a crear nuevas entidades políticas, los ducados, desde el valle del Po hasta Benevento. Pero los lombardos, que eran arrianos, tuvieron también dificultades para ganarse a la población católica italorromana y no fueron capaces de crear un Estado unitario. Los papas, y, entre ellos, el pontífice Gregorio Magno (590-604), se erigieron en la auténtica autoridad moral de la península y desarrollaron una política propia buscando aliados entre otros Estados afines a sus objetivos. El reino franco del siglo VIII sería uno de sus principales aliados.


Los vándalos también sucumbieron, hacia mediados de siglo, ante las fuerzas bizantinas enviadas por el emperador Justiniano (527-565) y comandadas por un poderoso Belisario. El Imperio de Bizancio, que logró reconquistar toda la costa norte del continente africano, tuvo que enfrentarse a graves problemas con la población autóctona que no admitía ni la fuerte presión fiscal a que la sometía la autoridad imperial ni tampoco sus imposiciones religiosas. A medida que los bereberes del norte de África fueron rebelándose contra las fuerzas bizantinas, éstas se tuvieron que ir recluyendo de manera progresiva en una serie de fortificaciones costeras, hasta que los árabes musulmanes terminaran por conquistar Egipto y toda la antigua Tingitania romana a finales del siglo VII. Esto marcaría el final de la ocupación bizantina en África.


En la antigua provincia romana de Britannia, la población germánica se había asentado en los años centrales del siglo V, pero habían obtenido fuerte resistencia por parte del elemento autóctono bretón, de origen celta. No obstante, sajones, anglos y jutos consiguieron hacerse con el control de la isla y acabaron creando siete reinos diferentes. Los nuevos huéspedes de la isla, bárbaros y paganos hasta la saciedad, sometieron a la población indígena que se vio, incluso, obligada a saltar al mar e instalarse en las costas francas del continente.



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domingo, 27 de marzo de 2011

AL-ANDALUS


Hacia el año 740, en Al-Andalus estalló una revuelta de bereberes como consecuencia del reparto de las tierras conquistadas. A los bereberes, auténticos conquistadores del antiguo regnum Visigothorum de Hispania, les tocó quedarse con las tierras  menos fértiles de la península, siendo que quienes mayormente se beneficiaron fueron los elementos de ascendencia árabe, a los que les tocó las más fértiles (las tierras de los valles de los ríos Guadalquivir, Ebro, Tajo y Segura, principalmente).


Este hecho fue aprovechado por el fundador de la monarquía asturiana, el rey Alfonso I (739-757), que había accedido recientemente al trono, y pudo ocupar las tierras del valle del Duero y toda la vieja Gallaecia, llevando a cabo numerosas razias en los territorios ocupados. Durante esta fase tomó cuerpo la idea de recuperar España y restaurar la vieja monarquía visigoda, de la cual los reyes asturianos se consideraban los naturales herederos.


EL EMIRATO INDEPENDIENTE DE CÓRDOBA

Los problemas internos entre los invasores continuaron hasta el año 756, en que entró en escena Abderramán I y fundó el emirato independiente de Córdoba.


Abderramán I era miembro de la familia Omeya, que gobernaron en Damasco desde el año 661 hasta el triunfo de la revolución abbasí en 750. En esta fecha, la familia omeya fue literalmente aniquilada y sólo Abderramán logró huir, trasladándose al norte de África y, desde allí, a Al-Andalus, donde contaba con una numerosa clientela política de su familia.


Unos años después, en 756, le presentó batalla al último walí de Córdoba (Kortuba), llamado Yusuf al-Fihrí (747-756), venciéndole en la Batalla de al-Musara, cerca de Córdoba. Luego se proclamó emir de Al-Andalus con el nombre de Abderramán I el Emigrado (756-788) y rompió la unidad política del Imperio Árabe. No obstante, se mantuvo unido a la Ummah islámica y reconoció al nuevo califa, Abul-Abbas, como guía espiritual del Islam, aunque no como jefe del Imperio.


Abderramán tuvo que gobernar el nuevo Emirato en medio de continuas revueltas promovidas por las diferentes facciones de qaysíes (árabes del Norte), kalbíes o yemeníes (árabes del Sur) y bereberes, la más importante de las cuales, por sus consecuencias futuras, fue la que se produjo en Saraqusta (Zaragoza) en el año 777.


El reinado del emir Hisam I (788-796), sucesor de Abderramán I, fue bastante apacible, pero los posteriores emires omeyas cordobeses se dedicaron a lo largo el siglo IX a tratar de pacificar sus posesiones. Varias fueron las revueltas que se llevaron a cabo en la Marcas por parte de los bereberes, los árabes y, también, los muladíes.

Pero el Estado omeya, estaba bien organizado y hábilmente administrado y, lo más importante, dotado de una economía próspera. Ésta se basada, sobre todo, en una agricultura  con la que se le supo sacar partido a la riqueza propia del suelo peninsular, tanto en las tierras de secano como en las de regadío. La minería, que ya existía en época romana y visigoda, estaba basada en la extracción de oro, plata, hierro, plomo y cinc, y los musulmanes, con un amplio mercado en el que vender sus productos, la supieron desarrollar muy sabiamente. La explotación de los recursos naturales tales como la piedra, la sal jabonera, la sal gema o la pesca floreció durante esta época. Y el comercio hizo que se desarrollara una fuerte industria textil y peletera que supuso la entrada de importantes cantidades de monedas extranjeras. Toda esta prosperidad económica empezó a vislumbrarse durante el reinado del emir Muhammad I (852-886), pero alcanzó su período de máximo apogeo durante el siglo X, cuando se restauró el califato omeya en Córdoba.


LA RESTAURACIÓN DEL CALIFATO OMEYA EN AL-ANDALUS

El califato omeya fue restaurado en Al-Andalus por Abderramán III (emir entre 912 y 929 y califa de 929 a 961) tras la toma de Bobastro, al norte de la actual Málaga, y puso de manifiesto la fuerza del mismo Abderramán III, que adoptó el título de califa, o príncipe de los creyentes, y el sobrenombre de "el que combate victoriosamente por la religión de Alá".

 
Después, restableció la autoridad en las Marcas fronterizas, como en la Inferior, donde pudo recuperar Badajoz en 930. En Toledo, ciudad a la que sometió a un bloqueo económico que duró dos años, acabó sofocando una rebelión que se había convertido casi en endémica.


La política exterior de Abderramán III, fue dirigida, sobre todo, contra los reinos cristianos del norte peninsular, pero también contra el califato fatimí del norte de África. Este califato existía desde el año 909 y ocupaba todo el norte de África. Sus gobernadores se consideraban a sí mismos descendientes directos de la hija del profeta, Fátima, y de su esposo Alí.

 
Por otro lado, Abderramán III supo sacar partido de las guerras de sucesión entre los hijos del rey de León Ordoño III (a quien el Califa obligó a pagar un impuesto en 955) y Sancho I (quien rindió homenaje a Abderramán al ayudarle éste a recuperar el trono).


Abderramán III ocupó Mlilia (Melilla) en 931 y anexionó Tandja (Tánger) en 951, estableciendo una importante zona de influencia en el norte de África y en el Magreb. Mantuvo relaciones con el esplendoroso Imperio bizantino de Constantino VII y recibió las embajadas tanto del conde de Barcelona, Borrell II, como del emperador del Sacro Imperio Germánico, Otto I.

 
En el plano artístico, Abderramán III hizo levantar el alminar de la Gran Mezquita de Córdoba y, al pie de la sierra cordobesa, mandó construir la residencia califal de Madinat al-Zahra (Medina Azahara).


Abderramán legó a su hijo Al-Hakam (961-976) un califato pacífico y próspero que logró poner fin a los intentos de León, Castilla y Pamplona de afirmar su independencia. Durante el reinado de Al-Hakam la propia Kortuba rivalizaba en prestigio y brillantez con Al-Qayrawan (Túnez) y hasta con la mismísima Constantinopla, y Al-Andalus destacó como uno de los núcleos más esplendorosos de todo el mundo musulmán de la época.


AL-MANSUR BI-LLAH, EL VICTORIOSO POR ALLAH

A la muerte de Al-Hakam en 976, su jovencísimo hijo Hisham II, de once años de edad, ocupó el trono y entregó las riendas del poder a un enérgico y ambicioso miembro de una familia algecireña llamado Muhammad ibn Abi-Amir, que en calidad de hayib (un cargo que equivalía al de mayordomo de palacio franco) gobernó el califato con verdadera mano dura.

Muhammad adoptó posteriormente el sobrenombre de al-Mansur bi-llah, es decir, "el victorioso por Allah", y las crónicas cristianas del norte peninsular y el romancero lo hicieron llamar Almanzor

Una de las primeras cosas que hizo Almanzor fue someter a los milicianos de origen cristiano (los eslavones) que los musulmanes habían ido adquiriendo, ya fuera comprándolos o llevándoselos a la fuerza a las numerosas aceifas que habían llevado a cabo desde los primeros tiempos. Estos eslavones, soldados de pleno derecho dentro de la corte califal, habían logrado formar una casta de peligrosos privilegiados que amenazaban con rebelarse contra la autoridad musulmana en cuanto sus prerrogativas se viesen mermadas, pero tuvieron la mala fortuna de ver cómo Almanzor ocupaba la jefatura del Estado.

Almanzor, mandó también construir otro palacio: al-Madina al-Zahira (Medina Alzahira), "la ciudad brillante", y en 981 trasladó allí la corte y la administración. Reorganizó el ejército reclutando grandes contingentes de bereberes y mercenarios cristianos y se convirtió en un auténtico azote para el mundo cristiano, pues se dedicó a atacar intempestiva y despiadadamente a ciudades, reinos y condados del norte de la península, extendiendo su férrea mano hasta la mismísima costa atlántica, donde tomó y saqueó con ferocidad la ciudad de Santiago de Compostela (997) y destrozó su monasterio.

Almanzor tuvo la habilidad de saber respetar el aparato califal y de mantener algunas prerrogativas, aunque no fueran muchas, en favor del propio califa Hisham II. Además, aumentó la capacidad militar de Al-Andalus y su unidad, y extendió su influencia por todo el Magreb. 

Almanzor falleció en 1002, en Medinaceli, al regreso de la campaña de Galicia.